El garante, de Stanley Elkin (La Fuga ediciones) Traducción de Montse Meneses | por Óscar Brox

Stanley Elkin | El garante

En una conversación con William H. Gass y Jeffrey L. Duncan, Stanley Elkin aprovecha una pregunta a propósito de las diferencias existentes entre la recepción del público y la intención de un texto para apuntar una de las principales dificultades de su obra: qué entendemos realmente por literatura. La queja surge al recordar cómo una amiga le explicaba que había llorado de la risa, hasta casi romper aguas, al leer una escena de una de sus historias. Para Elkin, sin embargo, aquello tenía un par de líneas graciosas, de acuerdo, pero se trataba más bien de una escena de amor. La había escrito de esa manera y si alguna vez había tenido oportunidad de leerla en público, en fin, nadie hallaría otra intención que esa. 

Que haya salido en las primeras líneas del texto el nombre de William Gass no es casualidad. En ese pequeño ensayo indispensable, Sobre lo azul, escribe sobre las posibilidades del lenguaje y la escritura, y alaba precisamente a Elkin por su capacidad para resaltar el brillo erótico de la metáfora. Bastan unas pocas páginas de El garante para reparar en ello. Aquí el autor de Magic Kingdom retrata a una criatura tan singular como Alexander Main, alias El Fenicio, agente de fianzas. ¿Qué explica la novela? Resulta tentador señalar que nada. Solo el monólogo torrencial de su protagonista, repartido entre escenarios como los del calabozo, los juzgados o la oficina. Palabras, metáforas, comparaciones, relaciones, anécdotas, adjetivos, frases que se pegan unas a otras, que nos remiten una y otra vez a la voz avasalladora de El Fenicio, pero que al mismo tiempo afirman la extraordinaria capacidad de Elkin para la pirueta infinita y el salto mortal. 

Puede resultar agotador observar las numerosas y variadísimas formas que tiene Main para describir su oficio, su papel y su mundo; cómo Elkin es más que capaz de combinar lo erudito con lo chabacano, lo ramplón con lo elaborado, pergeñando líneas de texto tan absolutamente memorables como para distraernos con una novela que camina permanentemente por una cuerda floja. Se sostiene, prácticamente, con la voz genial de su protagonista. Y es aquí donde conviene volver a lo que decía Gass: a la habilidad de Elkin para sacarle brillo, para convertir casi en pornografía sus inifinitos juegos con el lenguaje. Para convencernos de que, en efecto, hay unas cuantas gracietas y salidas de tono en lo que escribe, pero lo que realmente importa es ese torbellino de formas, de variaciones, de propuestas con el que está escribiendo esa gracieta. El Fenicio es, más que nunca, una criatura hecha de palabras. 

Con todo, uno de los gestos que más se repite en la novela es esa sensación de extrañamiento, casi de incomodidad, cada vez que Main aparece en escena. Nadie le entiende, todos se preguntan quién demonios es. Aquí uno podría pensar que este Fenicio es, en realidad, un avatar del propio Elkin y el texto una alucinante declaración de principios literarios. Y no sería descabellado, porque a medida que avanza la historia encontramos a su protagonista progresivamente arrinconado, al borde del precipicio o en un callejón sin salida. Ese tramo final, absolutamente alucinado, en el que se lanza a la caza y captura de Crainpool, su mano derecha, podría leerse como un último cartucho antes de que se quemen todas las naves. Repitámoslo: no sería descabellado. A este Fenicio le gustan tanto las palabras que, de tan distraído, no ha visto que se le acaba el tiempo. Elkin, que no fue precisamente un autor que gozase de una gran consideración, necesitaba llevar a cabo un gran artefacto. Un libro-bomba. De esos cuya onda expansiva deja al lector medio grogui un buen rato. O le obliga a volver unas cuantas páginas atrás para seguir disfrutando con su endiablada manera de jugar con el lenguaje. 

Al leer Poética para acosadores, su colección de relatos, uno tiene la sensación de que Elkin era también habilidoso a la hora de hacer un comentario moral sin tener que pagar el peaje de tocar los mismos resortes morales, los mismos efectos moralistas. De hecho, se podría decir que alcanzaba su objetivo, precisamente, poniendo la suficiente distancia con todos esos defectos literarios… ni que fuera al precio de escribir historias incómodas, resbaladizas en todo lo concerniente al plano emocional, de esas que se leen con una mezcla de mala leche y acritud. Y, en el fondo, en El garante sucede algo parecido: el descomunal monólogo de su protagonista, avasallador y mareante, es también una metáfora nada sencilla de una época, de unas estructuras sociales, al borde de la desintegración. La actitud lo dice todo: esa voracidad por el intercambio de dinero, esos personajes secundarios que van y vienen pero parecen siempre los mismos, porque realmente no importan a nadie, esa especie de abulia surcada de pequeñas miserias que tan bien retrata a una sociedad que no para quieta, que va de aquí para allá porque, simplemente, ya no sabe dónde se encuentra, qué está diciendo ni, mucho menos, en qué se ha convertido. 

Stanley Elkin era un escritor extraordinario y El garante una auténtica pieza de orfebrería. Y lo que hace reír, y lo que se disfruta tanto de sus páginas, es la tremenda libertad con la que jugaba y presionaba todas las reglas del lenguaje. En lo erótico que resultaba su uso de la metáfora, sus salidas de tono, su culto al argot, el insulto, las palabras incómodas y la puntuación y el ritmo dignos de una improvisación jazzística. Y lo hermoso es que es un disfrute literario de principio a fin, tan libre como aquel cortometraje de Chuck Jones, A Duck Amuck, en el que reescribía una y otra vez las fronteras de la animación a través de su personaje. Aquí pasa lo mismo con El Fenicio, con su speech salvaje. Y lo único que se puede decir al leerlo es que nada mejor que eso representa las posibilidades de la literatura. El brillo del lenguaje.    


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